Aún es pronto y me queda toda la tarde para llegar hasta Puerto Pañuelo, el lugar desde el que salen los barcos que recorren el lago, pero primero me detengo para admirar el Lago Nahuel Huapi, tranquilo sereno como nunca.
Odio esas fotos en las que la perspectiva hace parecer que quedan torcidas. El eterno problema de transladar tres dimensiones a dos. Si no las tomas justo de frente parece que el lago se derrama sin remedio. La orilla invita a dar un paseo – está demasiado fría para un baño – o simplemente a sentarse a contemplarlo durante horas.
Algunas imágenes me parecen cuadros de una simpleza que no deja de ser bella. Así me siento yo, sorprendido por esta Argentina tan variada, por esta naturaleza desbordante.
Una foto de Nuestra Señora del Nahuel Huapi, la catedral de Bariloche. Un edificio neogótico con un campanario de 69 metros de altura.
Sigo camino junto al lago, por una carretera que serpentea entre hoteles, restaurantes y apartamentos pensados para la temporada alta: el invierno.
Aparecen algunas villas, estratégicamente situadas, protegidas por los árboles de las miradas indiscretas y con accesos angostos y escondidos. Algunos yates pequeños, barcas de recreo y de pesca; la vida ofrece aquí una de sus caras más amables.
Y el famoso hotel Llao-Llao, situado sobre una pequeña colina entre dos lagos, con unas vistas espectaculares que os enseñaré otro día. Construido en estilo canadiense a comienzos del siglo pasado, es un establecimiento de lujo muy apreciado. Como curiosidad, su nombre se debe a un hongo que crece en la región.